Por Alejandro HorowiczMientras la derrota electoral del Gobierno pareció asegurar
el fin de la hegemonía K, la estrategia de la oposición era relativamente sencilla. Si el Gobierno era vencido en la provincia de Buenos Aires, dado que Macri había ganado la Capital, y era obvio que la conservaría,
la victoria para 2011 se daba por descontada.
No faltaban los que hinchando el pecho aseguraban por TV que con un empujón bastaba para terminar con
Cristina Fernandez. Está claro que se equivocaron.
La imagen política de
Mauricio Macri quedó tan salpicada por el affaire de las escuchas que sus aspiraciones presidenciales deberán ser archivadas en el baúl de los tratos inservibles. La creciente debilidad de PRO también se registra en la
provincia de Buenos Aires.
Es evidente que Felipe Solá –
que hizo campaña en la más absoluta soledad– se ha transformado en el referente, al menos parlamentario, del sector.
Y que Francisco de Narváez terminó aceptando encolumnarse tras el ex gobernador bonaerense.Solá no sólo armó rancho aparte en el Congreso –los diputados del peronismono kirchnerista organizaron un conteo de porotos propios–, sino que
utiliza su estrategia de acumulación para demostrar quién es el patrón de la vereda.Tan es así que quienes no acompañan su juego corren el serio riesgo de quedar sin opción parlamentaria. Y en ese punto reaparece
Eduardo Duhalde.
Uno de los misterios mejor guardados de la política argentina es el caudal electoral propio del ex presidente. El viejo dirigente de Lomas de Zamora confundió el valor de sus naipes. Si él fuera el armador del juego, el que resuelve los litigios en base a la autoridad política que le reconocen los demás integrantes del espacio, difícilmente sería resistido.
No sólo porque sintetiza la política argentina posterior a 1983, una suerte de sobreviviente de todas las batallas, sino porque en su extremo realismo comprende cuánto y cuándo es preciso cambiar del mix político para que todo siga básicamente igual. En suma, nadie le discutiría los armados territoriales, a condición de que su función quede reducida a la de gran elector.
Pero el hombre que ocupó casi todas las poltronas imaginables no se resigna, y desea, aspira, exige la presidencia de la República. En tanto dirigente activo desde la década del ’70, está convencido de que la política contiene cierta
justicia poética, y que para cerrar adecuadamente su cursus honorum debiera ocupar la poltrona de Rivadavia, sostenido por el voto popular.
Olvida que
la política es la actividad ingrata por excelencia, y que la presidencia no es precisamente un concurso de méritos y pergaminos. Si hubiera elegido ungir a
Carlos Reutemann –quien parece muy poco dispuesto a esa batalla–, o a
Felipe Solá,
difícilmente hubiera sido desoído, pero bastó que quedara claro que estaba juntando fichas para su propia nominación para que
todos se le retobaran.
La idea de la oposición es
reorientar la nave del Estado en otra dirección, pero por ahora no pudo lograr un acuerdo para cambiar las estratégicas presidencias de las
comisiones parlamentarias.
Por cierto que ese acuerdo se alcanzará, el 28 de junio sucedió; el Gobierno redujo su caudal político pero
está claro que ganar votos y contar con un proyecto superador no es exactamente la misma cosa. Y en ese punto
el oficialismo muestra una voluntad de sobrevivencia que enfurece a la oposición.
Claro que la furia es un combustible evanescente, de no contar con un punto de recomposición capaz de articular la oposición en una política alternativa.
Fuente: El Argentino.com
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